Leo en la revista digital "
La Estafeta del viento" un artículo con un texto del poeta catalán
Joan Margarit que pertenece a su futuro libro
No estaba lejos, no era difícil, que verá la luz en los próximos meses.
En este texto habla de la dignidad, del tiempo, de la condición de poeta y dice frases tan memorables como:
No he encontrado mejor manera de amar a los demás que el ejercicio de la poesía, unas veces como lector y otras como poeta -he dicho en muchas ocasiones que para mí las dos opciones son lo mismo-...
Dado el interés de las palabras de Margarit no puedo resistirme a traerlas a mi blog para que se difundan lo más posible.
Disfrutad del artículo, merece la pena leerlo despacio.
Por Joan Margarit
No estaba lejos, no era difícil. Ya está aquí este tiempo, que no es el mío, en el que vivo con una mezcla agridulce de proximidad y distancia. Siento como el entorno se me va haciendo extraño. Ya no reconozco algunos valores y conductas que hoy son habituales. Cambian demasiado aprisa los paisajes. No, este tiempo no es el mío, pero es ahora cuando, en gran parte gracias a la poesía, siento una alegría tranquila que años atrás desconocía. No estaba lejos esta edad donde nadie duda en considerarme un viejo, aunque siempre con unas precauciones que me hacen sonreír, ya que son debidas a la absurda mala prensa que tiene esta palabra, sobre todo cuando es un sustantivo. Tampoco era difícil hacerme cargo con naturalidad, con complacencia incluso, de algunos sentimientos de los que la juventud suele hacer esfuerzos para alejarse o defenderse. La soledad y la tristeza, por ejemplo. Pienso que la asunción de estos sentimientos es como un mecanismo de relojería que la vida va activando para situar a la muerte en un horizonte familiar. He entendido las respuestas más peligrosas que la proximidad de la muerte puede generar y que se sitúan entre dos extremos: la desesperación y la huida hacia adelante, es decir, la sumisión a valores de la juventud. Por lo tanto, también, una forma de desesperación. Equidistante, está la lucidez, el paso previo a la dignidad. Y la admiración, el umbral del amor, como la alternativa a la queja y el desprecio.
Estos últimos años me he dado cuenta de que, a la vez que va disminuyendo la capacidad de aprendizaje, hace su aparición, como contrapunto, otra capacidad que acabará por ser la más importante: la de utilizar hasta el límite, para la exploración de nuevos territorios intelectuales y sentimentales, todo lo que se ha aprendido a lo largo de la vida. De esta manera también puede alcanzarse la lucidez necesaria para comprender el miedo. Pero esta nueva capacidad también depende de cómo ha sido el desarrollo personal hasta entonces. No hay manera de evitar una cierta irreversibilidad de la situación. Esto es lo que hace que esta etapa última pueda ser la más profunda, pero también la más banal, de la vida de una persona.
El miedo no es más que la falta de amor, un pozo que tratamos de llenar inútilmente con las cosas más variadas, en una acción directa, sin sutilezas, que no se acaba nunca, porque el pozo siempre está igual de vacío y oscuro. Cuando no se entiende el miedo, no se puede intentar nada más que esta acción sin matices, que es la del egoísmo, porque no puede tener en cuenta nada más que, sin saber de donde procede, rellenar el propio vacío. Entonces, el amor quizá no está lejos, pero es difícil. Hay que volver al tiempo antes del pozo, saber cómo y cuándo comenzó a cavarse. A mi edad esto es ineludible. A la sustitución del miedo por la lucidez, la llamo dignidad. Entonces es cuando resulta que el amor no estaba lejos ni era difícil.
La palabra <> viene del latín dignus, <>, y este significado evoluciona hacia los más complejos de 'merecedor de respeto' y, más aún, el de 'respeto por sí mismo', que es el significado que me interesa. Esta dignidad que es respeto por uno mismo conduce al amor, el cual se adentra a la vez por la inteligencia, el sentimiento y la sensualidad, que sucede dentro de cada uno y que sólo tiene que ver circunstancialmente con las actividades públicas de dedicación a los más necesitados, acciones que pertenecen siempre, de una manera explícita o implícita, al territorio de la política.
Amar es lo bastante complejo como para necesitar de todas las herramientas y maestrías que pusimos a punto en la época del aprendizaje. No he encontrado mejor manera de amar a los demás que el ejercicio de la poesía, unas veces como lector y otras como poeta -he dicho en muchas ocasiones que para mí las dos opciones son lo mismo-, y poniendo, tanto en la composición como en la interpretación de un poema, la misma honestidad que desearía y procuro practicar en cualquier aspecto de la vida civil y de la vida íntima. Pienso que este planteamiento es posible porque la poesía tiene la intensidad de la verdad. Lo que un poeta es, eso serán sus poemas: y no hay nadie más difícil de engañar que los buenos lectores de poesía. Al fin y al cabo una persona culta es la que sabe distinguir entre Chuangtsé y un gurú de cantantes famosos, entre una obra de Montaigne y un libro de autoayuda. No hay ni un solo buen poema en el que su autor no se haya involucrado de alguna manera hasta el fondo. Esto es lo que lo convierte en un acto de amor. Somebody loves us all ("Alguien nos ama a todos"), como dice el gran verso final del poema "Filling Station" ("Estación de servicio"), de Elizabeth Bishop.
En medio de todo esto, la poesía que más sigue interesándome se mueve en un territorio que yo llamaría sensato, evitando, en su relación con el misterio, los dos extremos en los que la falacia de la originalidad siempre intenta arrinconarla. Por un lado está la devaluación del misterio, que ha convertido ya a una parte de las artes plásticas y de la música contemporáneas en algo ajeno al riesgo y a la emoción y, por tanto, a la verdad. El otro extremo consiste en enfatizarlo de una manera exagerada, es decir, ignorar que hasta el misterio, o más que nada el misterio, debe ser tratado con sensatez. Que se desconozca el sentido o la explicación de algo, no implica que sea aceptable cualquier explicación, por descabellada que sea. La poesía, a pesar de su exactitud y concisión, no puede ser nunca un atajo.
Mi tiempo ha huido y me ha dejado solo en otro tiempo, pero mi soledad es una soledad de lujo. Me hace pensar en el exilio final de Maquiavelo en el mundo rural de su infancia, en aquellas tabernas donde, como explica en sus memorias, sólo hablaba con los rudos e incultos campesinos. Pero por la noche ponía una gran mesa con los mejores y más finos manteles, vajillas y cristalerías, que había traído de Florencia, y cenaba y conversaba con los sabios de la Antigüedad.
Por lo que a mí respecta, en este otro exilio que es, por su propia naturaleza, la etapa final -larga o corta- de la vida, siento que yo soy mi propio interlocutor. Ahora, ya no se está a tiempo de improvisar, debo haber hablado ya, desde hace mucho tiempo, con los sabios antiguos o modernos para que, efectivamente, y en muchas ocasiones a través de mis propios poemas, pueda reencontrarme conmigo mismo en el territorio de la dignidad. La dignidad de no asustarme de mi destino.
Verano de 2010