Flotar sobre el espejo
de la piscina.
Soltar despacio el aire.
Notar cómo se hunde
tu cuerpo.
Escuchar el silencio,
el estallido leve y metálico
de las burbujas
saliendo de tu boca.
Hundirse.
Descender
y que el cuerpo
toque el fondo.
Abrir los ojos
entonces al azul inmenso.
-El silencio es lo único que queda-
E impulsarte,
tal vez,
-un golpe seco
tan sólo,
la tensión de tus piernas-
y regresar
al aire.
© Javier Díaz Gil
11 de julio de 2016