Tiempo final.
Un invierno prendido
de mariposas.
© Javier Díaz Gil
31 de diciembre de 2010
“A César Portillo de la Luz lo conocí hace cuatro décadas. Por entonces lo perseguía por los bares nocturnos en que él cantaba. En la secuencia lo vi construir canciones con los interludios que improvisaba entre tema y tema. Él fue parte de mi ritual de iniciación y me alumbró con secretos del oficio de trovador con poca voz. Saber que la inmortal ‘Contigo en la distancia’ la había compuesto el mismo año en que yo había nacido fue algo que siempre me impactó. Odilio Urfé -pianista, musicólogo y persona inolvidable- llamaba a Portillo ‘el filósofo del bolero’. Demasiado se la dedico a César con mucha deuda y admiración.”
En mayo-junio de 2010, después de 31 años (en 1979 hizo una gira con Pablo Milanés) Silvio Rodríguez volvió a cantar en Estados Unidos.(Silvio Rodríguez)
Demasiado tiempo,
demasiada sed
para conformarnos
con un breve sorbo
la única vez.
Demasiada sombra,
demasiado sol
para encadenarnos
a una sola forma
y una sola voz.
Demasiadas bocas,
demasiada piel
para enamorarnos
de un mal gigantesco
y un ínfimo bien.
Demasiado espacio,
demasiado azul
para que lo inmenso
quepa en un destello
solo de la luz.
Demasiado polvo,
demasiada sal
para que la vida
no busque consuelo
en el más allá.
Demasiado nunca,
demasiado no
para tantas almas,
para tantos sueños,
para tanto amor.
(2003)
(Del lat. anagramma, y este del gr. ἀνάγραμμα).
1. m. Transposición de las letras de una palabra o sentencia, de la que resulta otra palabra o sentencia distinta.
2. m. Palabra o sentencia que resulta de esta transposición de letras; p. ej., de amor, Roma, o viceversa.
3. m. Símbolo o emblema, especialmente el constituido por letras.
(Biografía tomada de Wikipedia)
Ejemplos de anagramas curiosos hay muchos, basten los siguientes:
Y podemos citar incluso poemas, como el siguiente, escrito por Gerardo Diego en 1944 que juega con el anagrama de la palabra Amor y cuyas cuatro letras sirven de título:
Gerardo Diego, 1944
Amor tiene cuatro letras,
vamos a jugar con ellas.
¿Lo ves? Ya estamos en Roma.
Por todas partes se va.
Por todas partes se llega.
El viaje Amor Roma Amor
con billete de ida y vuelta.
Y ahora a jugar con los dados.
«Alea jacta est». Espera.
¿Qué lees? Ramo. ¿Qué escuchas?
El ruiseñor se queja
de amor que en el ramo canta,
de amor que en el ramo mora.
Otra vez los dados vuelan
por el aire. Y cae Omar,
un príncipe de leyenda.
¿Amor de Omar? Falta ella.
Arriba los dados. Mora.
Amor de Omar a la mora.
Amor de la mora a Omar.
Siempre armo un juego de amor
que de ramo y que de mora.
Y vienen y van las letras
Buscando ese amor o mar.
Si quieres saber más sobre el anagrama te invito a visitar la página dedicada a él en la web juegosdepalabras. com. Sigue este enlace: http://juegosdepalabras.com/anagrama.htm
Interesante ¿verdad?
Por Joan Margarit
No estaba lejos, no era difícil. Ya está aquí este tiempo, que no es el mío, en el que vivo con una mezcla agridulce de proximidad y distancia. Siento como el entorno se me va haciendo extraño. Ya no reconozco algunos valores y conductas que hoy son habituales. Cambian demasiado aprisa los paisajes. No, este tiempo no es el mío, pero es ahora cuando, en gran parte gracias a la poesía, siento una alegría tranquila que años atrás desconocía. No estaba lejos esta edad donde nadie duda en considerarme un viejo, aunque siempre con unas precauciones que me hacen sonreír, ya que son debidas a la absurda mala prensa que tiene esta palabra, sobre todo cuando es un sustantivo. Tampoco era difícil hacerme cargo con naturalidad, con complacencia incluso, de algunos sentimientos de los que la juventud suele hacer esfuerzos para alejarse o defenderse. La soledad y la tristeza, por ejemplo. Pienso que la asunción de estos sentimientos es como un mecanismo de relojería que la vida va activando para situar a la muerte en un horizonte familiar. He entendido las respuestas más peligrosas que la proximidad de la muerte puede generar y que se sitúan entre dos extremos: la desesperación y la huida hacia adelante, es decir, la sumisión a valores de la juventud. Por lo tanto, también, una forma de desesperación. Equidistante, está la lucidez, el paso previo a la dignidad. Y la admiración, el umbral del amor, como la alternativa a la queja y el desprecio.
Estos últimos años me he dado cuenta de que, a la vez que va disminuyendo la capacidad de aprendizaje, hace su aparición, como contrapunto, otra capacidad que acabará por ser la más importante: la de utilizar hasta el límite, para la exploración de nuevos territorios intelectuales y sentimentales, todo lo que se ha aprendido a lo largo de la vida. De esta manera también puede alcanzarse la lucidez necesaria para comprender el miedo. Pero esta nueva capacidad también depende de cómo ha sido el desarrollo personal hasta entonces. No hay manera de evitar una cierta irreversibilidad de la situación. Esto es lo que hace que esta etapa última pueda ser la más profunda, pero también la más banal, de la vida de una persona.
El miedo no es más que la falta de amor, un pozo que tratamos de llenar inútilmente con las cosas más variadas, en una acción directa, sin sutilezas, que no se acaba nunca, porque el pozo siempre está igual de vacío y oscuro. Cuando no se entiende el miedo, no se puede intentar nada más que esta acción sin matices, que es la del egoísmo, porque no puede tener en cuenta nada más que, sin saber de donde procede, rellenar el propio vacío. Entonces, el amor quizá no está lejos, pero es difícil. Hay que volver al tiempo antes del pozo, saber cómo y cuándo comenzó a cavarse. A mi edad esto es ineludible. A la sustitución del miedo por la lucidez, la llamo dignidad. Entonces es cuando resulta que el amor no estaba lejos ni era difícil.
La palabra <
Amar es lo bastante complejo como para necesitar de todas las herramientas y maestrías que pusimos a punto en la época del aprendizaje. No he encontrado mejor manera de amar a los demás que el ejercicio de la poesía, unas veces como lector y otras como poeta -he dicho en muchas ocasiones que para mí las dos opciones son lo mismo-, y poniendo, tanto en la composición como en la interpretación de un poema, la misma honestidad que desearía y procuro practicar en cualquier aspecto de la vida civil y de la vida íntima. Pienso que este planteamiento es posible porque la poesía tiene la intensidad de la verdad. Lo que un poeta es, eso serán sus poemas: y no hay nadie más difícil de engañar que los buenos lectores de poesía. Al fin y al cabo una persona culta es la que sabe distinguir entre Chuangtsé y un gurú de cantantes famosos, entre una obra de Montaigne y un libro de autoayuda. No hay ni un solo buen poema en el que su autor no se haya involucrado de alguna manera hasta el fondo. Esto es lo que lo convierte en un acto de amor. Somebody loves us all ("Alguien nos ama a todos"), como dice el gran verso final del poema "Filling Station" ("Estación de servicio"), de Elizabeth Bishop.
En medio de todo esto, la poesía que más sigue interesándome se mueve en un territorio que yo llamaría sensato, evitando, en su relación con el misterio, los dos extremos en los que la falacia de la originalidad siempre intenta arrinconarla. Por un lado está la devaluación del misterio, que ha convertido ya a una parte de las artes plásticas y de la música contemporáneas en algo ajeno al riesgo y a la emoción y, por tanto, a la verdad. El otro extremo consiste en enfatizarlo de una manera exagerada, es decir, ignorar que hasta el misterio, o más que nada el misterio, debe ser tratado con sensatez. Que se desconozca el sentido o la explicación de algo, no implica que sea aceptable cualquier explicación, por descabellada que sea. La poesía, a pesar de su exactitud y concisión, no puede ser nunca un atajo.
Mi tiempo ha huido y me ha dejado solo en otro tiempo, pero mi soledad es una soledad de lujo. Me hace pensar en el exilio final de Maquiavelo en el mundo rural de su infancia, en aquellas tabernas donde, como explica en sus memorias, sólo hablaba con los rudos e incultos campesinos. Pero por la noche ponía una gran mesa con los mejores y más finos manteles, vajillas y cristalerías, que había traído de Florencia, y cenaba y conversaba con los sabios de la Antigüedad.
Por lo que a mí respecta, en este otro exilio que es, por su propia naturaleza, la etapa final -larga o corta- de la vida, siento que yo soy mi propio interlocutor. Ahora, ya no se está a tiempo de improvisar, debo haber hablado ya, desde hace mucho tiempo, con los sabios antiguos o modernos para que, efectivamente, y en muchas ocasiones a través de mis propios poemas, pueda reencontrarme conmigo mismo en el territorio de la dignidad. La dignidad de no asustarme de mi destino.
Verano de 2010
Sólo quien ama vuela.
Sobreviven, Miguel, tus versos refugiados
Entre libros de viajes y novelas
En portugués en este lado del mundo.
La voz del poeta
Que se impone sobre la tierra,
Volando ya sobre este mar poderoso
Y tristes playas vacías.
Yo también soy barro aunque Javier
Me llame.
El viento le mueve los brazos
A las palmeras que te buscan.
Las palmeras que alzan
Sus ojos buscándote,
Claros de deseos,
Ardiente de alas y de penas.
Regreso tus versos
Junto a los otros libros.
Tan lejos de tu patria…
Para que todos los ojos te lean.
Donde faltaron plumas
Pusiste valor y olvido.
José María
José María venía en bus, por la Oroya, a Lima,
en sus audífonos escuchaba a Lou Reed;
afuera los cerros mojados, la lluvia entrándole por el hueco de la bala.
Esa mezcla de Perfect Day con la caída de la lluvia puso nostalgia
a la visión cristalina de la ventana.
Recordó entonces cuando chiquillo dormía sobre los pellejos;
aprendió el quechua, canciones más tristes todavía que las de Lou.
Los cerros con sus minas ya no eran morada de mitos.
Cerros como tumbas de Huarochirí y humo que salía de las chimeneas.
Un tren fantasma entró a un viejo túnel,
la lluvia sepia como las cuerdas de un arpa le cosquilleaba el hueco de la bala,
entonces se preguntó si en cincuenta años todavía existiría este país.
Esta idea lo avergonzó, puso otra canción, algo de Pastorita,
y casi al empezar a dar vueltas en torno a ello quedó dormido.
La carretera daba curvas, lo acurrucaba.
—Oye, niño —le dijeron—, regresa a casa.
Pero su madre murió. Niño, esta no es tu lengua. Pero él cantaba en el bus:
Aún no veo el cerro de mi pueblo,
soy un forastero,
soy un alma que vaga junto a un río.
Tengo un revólver al cinto.
Mi corazón, una tinya, un charango y una quena.
Ay mi corazón se lo llevó el río
y aún no veo el cerro de mi pueblo.
José María cantaba en quechua con su guitarra de palo, pero adentro,
en las entrañas de su voz, los danzantes ya contaban sus pasos.
La muerte —es una herida que se lleva desde el nacimiento,
la muerte— es un alma que acompaña: una nostalgia, un país.
El niño que cantaba en el río llamaba a su madre para que lo salve.
Ese niño tenía miedo que se lleven su corazón,
que en cincuenta años nadie cante sus canciones en quechua.
Porque el país tenía montañas y cargamentos que llegaban a los puertos,
lo saqueaban todo, se lo llevaban todo.
Ese paisaje de perros famélicos que anunciaba la entrada a la ciudad
iba mezclando la muy dulce melodía de su voz con el fuerte sonido de una bala.
Sus amigos lo querían, pero el resto no entendía el quechua,
ni quería entenderlo, cosas de serranos —decían ellos,
ellos que hoy publican sus libros, lo estudian, lo celebran.
José María, el día que pusiste la pistola en ti,
alguien tocaba su violín en las alturas de Andahuaylas.
Ellos esperaban que lo hicieras para hacer de ti una leyenda:
la gran leyenda cultural del país. Ellos, que escupían en tus cantos.
Con una mano cogiste el arma, yo nacía cuando te despedías.
Tres días antes cantaste en una reunión con amigos,
alguien grabó tu voz y aquella grabación fue una burla a la muerte
que siempre te asechó, fue tu victoria
sobre una prole de intelectuales.
Un día antes fuiste a La Parada a comprar discos de huaynos;
nos emborrachamos escuchando a Jilguero;
nos vemos mañana, tú naces yo muero, cantabas.
Habrías tenido un flash back, tu infancia entre los indios,
una clase en la universidad, o algo como una retama
que al comienzo te hiciera dudar,
pero que luego más bien te impulsara con una fuerza irrefrenable.
José María, una mujer canta en la esquina de mi calle,
viene de Ayacucho. ¿Estaré yo en su canto?
¿Estarán mis poemas en la palma de esa mano de barro?
José María, tú cantabas en quechua un rock en el fondo de mi tumba.
Yo escribo esto para cantar en ti.
La virgen loca. Con final de Edward Norton
Dolores Alanis O’Connor
velaba por el cuerpo de Dante que se extraviaba por Florencia.
Los punks y los vampiros se atravesaban por el corazón del poeta,
casi un mínimo verso lo mantenía en vilo.
Un sonido cómplice del mar lo rescataba, embarrado ebrio,
hacia su sino desconocido.
Dante sabía que Dolores Alanis O’Connor velaba su destino
como si no existiera otro mundo que el del internet.
Es el S. XXI, decía, no hay ficción, ni es la carta XXI del tarot.
Los vampiros del mar corrían trayendo mensajes funestos de su país,
Oh es el exilio, decía, un frío que recorre estos versos.
Pero cuántas veces Dante perdió su inocencia en las nubes,
en la eclosión del sol, tras la ventana de cualquier cantina,
y la seguía perdiendo hasta con el bostezo de un cuculí.
Podría petrificar su corazón bajo la calamina de su agrietada memoria, un rayo de sol.
Sin embargo, ya no había poesía en Florencia.
Dolores Alanis O’Connor se le presentó en el bar.
Los punks y los vampiros llenaban de sangre y ácido los bosques de humo.
El náhuatl que se fundía en el humo se convertía en la serpiente
que bailaba en el cuerpo de Dolores, desnuda.
La ciudad de Florencia apestaba,
todos los peces muertos en el mar, todas las aves muertas en el aire.
Y la poesía, como ya se dijo, bajo la tierra agostada de Eliot.
Podría ser que las estrellas aún girasen por ese Amor.
Pero ella se desnudó frente al poeta, porque la angustia
es del ser que ha abandonado su alma, y porque así era su amor.
Tiempo atrás, un niño se había comido el corazón de Dante;
entonces ese niño empezó a escribir tercetos en italiano, lengua vulgata, profana,
y con su obra se hizo más niño, porque había alcanzado,
mediante el amor, ese estado anterior a todos los idiomas.
Ah los vampiros y los punks se fueron con el alba,
dejando las mesas manchadas por la verdad poética.
Florencia seguía estallando, pues los anárquicos querían luchar hasta el final.
Dolores Alanis O’Connor yacía en la tina, con los vellos
de sus piernas por afeitar, los senos congelados como icebergs.
En los periódicos sólo se hablaba de la guerra, se hablaba tanto
que parecía tratarse de una guerra muy lejana.
Dante, en su locura, cayó en la esquina, asesinado por la sociedad,
idolatrado por unos cuantos druidas.
Un niño se le acercó, y tras escribir el último terceto, se miró en el espejo
y empezó a decir:
“Al diablo, Beatrice,
le di mi confianza
y ella me apuñaló por la espalda,
me vendió arriba del río Rímac.
Maldita, perra.
Fuck you!
Y al diablo tú, Dante,
lo tenías todo y lo tiras por la borda.
¡Maldito idiota!”.
Miss Emily
Miss Emily descansa bajo el alero de su casa,
tiene ciento & tantos años apenas es una criatura de dios,
nunca ha dejado de regañar a los niños que hacen escándalo
en la vereda / raperitos que bailan sin parar. Ella lee tranquila.
El sol es como un viejo amante, viejo amante de las ratas,
el único que la vio mil veces desnuda en el río Hudson
& en el río de todas las ciudades de su soledad.
Ella era delgada & elegante —la habían soñado mil poetas—
como un lirio arrancado de esos poemas de amor
tristes de pueblos tristes; pero Emily no tiene tristeza
ni es como esas muchachas amargadas de la otra calle
que fingían ser sus amigas,
así como fingían orgasmos cuando llegaban los soldados
(cuando vivían).
Buenos días, Miss Emily,
le saluda el cartero invisible entre los sauces,
el postman jamás se detuvo en la puerta de la pelirroja
(entonces ser solterona en un pueblo así
era un melodrama),
hasta que esa mañana, emocionado, le entregaría una carta
a la señorita que él amaba —le habían dicho que no la dañara—,
la primera carta, se dijo, en todos esos cuarenta años
trabajando de cartero.
Lo recuerda bien: tocó la puerta, pero nadie respondió;
volvió a tocar una & otra vez esa maldita puerta,
hasta que cansado de insistir, cansado de repetir su nombre,
cansado de caminar, de rumiar su pan sin azúcar,
se marchó.
Los niños raperitos ahora juegan un poco más allá
de la casa de Miss Emily, hacen todo el ruido posible
& de rato en rato vuelven los ojos hacia el espíritu de una ave
que se detiene en una rama del árbol mecido en el viento.
Miss Emily está sentada bajo el alero de su vieja casa,
no espera a nadie, nunca esperó a nadie.
Dicen: que ya no hay trabajo para los inmigrantes.
Raymond Carver | |
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Nombre | Raymond Carver |
Nacimiento | 25 de mayo de 1938 Clatskanie, Oregon , Estados Unidos |
Defunción | 2 de agosto de 1988 Port Angeles, Washington , Estados Unidos |
Ocupación | Escritor |
Nacionalidad | Estadounidense |
Género | Cuento, poesía |
Movimientos | realismo sucio |
Raymond Clevie Carver, Jr. (25 de mayo de 1938 — 2 de agosto de 1988), escritorestadounidense adscrito al llamado realismo sucio.
Carver nació en Clatskanie, Oregón y creció en Yakima, Washington. Su padre trabajaba en un aserradero y era alcohólico. Su madre trabajaba como camarera y vendedora. Tuvo un único hermano llamado James Franklyn Carver que nació en 1943.
Durante algún tiempo, Carver estudió bajo la tutela del escritor John Gardner, en el Chico State College, en Chico, California. Publicó un sinnúmero de relatos en revistas y periódicos, incluyendo el New Yorker y Esquire, que en su mayoría narran la vida de obreros y gente de las clases desfavorecidas de la sociedad estadounidense. Sus historias han sido incluidas en algunas de las más prestigiosas compilaciones estadounidenses: Best American Short Stories y el Premio O. Henry de relatos cortos.
Carver estuvo casado dos veces. Su segunda esposa fue la poetisa Tess Galagher. Alcohólico, cuyos efectos se manifiestan en algunos de sus personajes, Carver permaneció sobrio los últimos diez años de su vida. Era un gran amigo de Tobias Wolff y de Richard Ford, escritores también del realismo sucio.
En 1988, fue investido por la Academia Americana de Artes y Letras.
Los críticos asocian los escritos de Carver al minimalismo y le consideran el padre de la citada corriente del realismo sucio. En la época de su muerte Carver era considerado un escritor de moda, un icono que América "no podría darse el lujo de perder", según Richar Gottlieb, entonces editor de New Yorker. Sin duda era su mejor cuentista, quizá el mejor del siglo junto a Chéjov, en palabras del escritor chileno Roberto Bolaño. Al hilo de esta idea cabe destacar un soberbio cuento dedicado a los últimos días del referido escritor ruso de nombre "Tres rosas amarillas".
Su editor en Esquire, Gordon Lish, desempeñó un papel decisivo en concebir el estilo de la prosa de Carver. Por ejemplo, donde Gardner recomendaba a Carver usar 15 palabras en lugar de 25, Lish le instaba a usar 5 en lugar de 15. Durante este tiempo, Carver también envió su poesía a James Dickey, entonces editor de poesía de Esquire.
Carver murió en Port Angeles, Washington, de cáncer de pulmón, a los 50 años de edad.
Libros Publicados:
Ficción
Poesía
MIEDO
Miedo de ver una patrulla policial detenerse frente a la casa.
Miedo de quedarme dormido durante la noche.
Miedo de no poder dormir.
Miedo de que el pasado regrese.
Miedo de que el presente tome vuelo.
Miedo del teléfono que suena en el silencio de la noche muerta.
Miedo a las tormentas eléctricas.
Miedo de la mujer de servicio que tiene una cicatriz en la mejilla.
Miedo a los perros aunque me digan que no muerden.
¡Miedo a la ansiedad!
Miedo a tener que identificar el cuerpo de un amigo muerto.
Miedo de quedarme sin dinero.
Miedo de tener mucho, aunque sea difícil de creer.
Miedo a los perfiles psicológicos.
Miedo a llegar tarde y de llegar antes que cualquiera.
Miedo a ver la escritura de mis hijos en la cubierta de un sobre.
Miedo a verlos morir antes que yo, y me sienta culpable.
Miedo a tener que vivir con mi madre durante su vejez, y la mía.
Miedo a la confusión.
Miedo a que este día termine con una nota triste.
Miedo a despertarme y ver que te has ido.
Miedo a no amar y miedo a no amar demasiado.
Miedo a que lo que ame sea letal para aquellos que amo.
Miedo a la muerte.
Miedo a vivir demasiado tiempo.
Miedo a la muerte.
Ya dije eso.
Y, por último, este poema "Ondas de radio", que Carver dedica a nuestro poeta español Antonio Machado.
ONDAS DE RADIO
PARA ANTONIO MACHADO.La lluvia ha cesado, y la luna ha salido.No entiendo nada de las ondas de radio.Pero creo que se transmiten mejor justodespués de llover, cuando el aire está húmedo.En cualquier caso, ahora puedo coger Ottava, si quiero,o Toronto. Últimamente, de noche, me sorprendoligeramente interesado por la política canadiensey sus asuntos internos. Es verdad. Pero normalmentelo que buscaba eran sus emisoras con música. Me sientoaquí en la butaca y escucho, sin tener nada que hacer,o pensar. No tengo televisor, y dejé de leerlos periódicos. De noche pongo la radio.Cuando escapé aquí trataba de alejarmede todo. Especialmente de la literatura.De lo que ella entraña, y de lo que trae a rastras.Hay en el alma un deseo de no pensar.De estar quieto. Emparejado con éste,un deseo de ser estricto, sí, y riguroso.Pero el alma también es una afable hija de putano siempre de fiar. Y olvidé eso.Escuché cuando dijo: Mejor cantar a lo que se ha idoy nunca volverá que a lo que aún siguecon nosotros y estará con nosotros mañana. O no.Y si no, también está bien.Tampoco importa demasiado, dijo, si un hombre nunca canta.Esa es la voz que escuché.¿Puede imaginarse que alguien piense cosas así?¡Qué absurdo!Pero tengo estas estúpidas ideas de nochecuando me siento en la butaca y oigo la radio.Entonces, Machado, ¡su poesía!Era como un hombrecillo mayor que se vuelvea enamorar. Una cosa digna de observar,y embarazoso, además.Y llevo tu libro a la cama conmigoy me duermo con él a mano. Un tren pasóen mis sueños una noche y me despertó.Y lo primero que pensé, el corazón aceleradoallí en el dormitorio a oscuras, fue esto:Todo es perfecto, Machado está aqui.Entonces me volví a dormir.Hoy llevé tu libro conmigo cuando salía dar mi paseo. "¡Presta atención!" -decías,cuando alguien preguntó qué hacer con su vida.Conque miré alrededor y tomé nota de todo.Luego me senté al sol, en mi sitiode junto al río desde donde puedo ver las montañas.Y cerré los ojos y escuché el sonidodel agua. Luego los abrí y me puse a leer"Abel Martín".Esta mañana pensé mucho en ti, Machado.Y espero, incluso cara a lo que sé de la muerte,que recibirás el mensaje que pretendo enviarte.Pero está bien aunque tú no lo recibas. Que duermas bien.Descansa. Antes o después espero que nos veamos.Y entonces yo podré decirte estas cosas directamente.