La pena es que la representación sólo sean unos pocos días en Madrid. Confío en que se prolongue en otras salas y ciudades y en nuevas fechas porque os recomiendo a los admiradores de la poesía de Hierro que veáis el espectáculo.
Era inevitable que en mi cabeza a la vez que escuchaba a los actores oyera la voz de Hierro recitando con su voz grave y rota al final de su vida estos poemas. La voz de los actores unida a la melodía de un violonchelo que toca en directo en el escenario como fondo a la palabra.
Reconozco que me emocioné y no pude evitar las lágrimas cuando representaron los poemas "King Lear en los claustros" y especialmente el poema que aquí os dejo, con sus tres versos finales y definitivos.
Precioso el final del espectáculo con la voz del propio Hierro, con los versos del soneto "Vida" que cierra el libro.
Lo dicho, os recomiendo que vayáis a ver la obra.
A ORILLAS DEL EAST RIVER
I
En esta encrucijada,
flagelada por vientos de dos ríos
que despeinan la calle y la avenida,
pisoteada su negrura por gaviotas de luz,
descienden las palabras a mi mano,
picotean los granos de rocío,
buscan entre mis dedos las migajas de lágrimas.
Siempre aspiré a que mis palabras,
las que llevo al papel,
continuasen llorando
-de pena, de felicidad, de desesperanza,
al fin, todo es lo mismo-,
porque yo las había llorado antes;
antes de que desembocasen en el papel blanquísimo,
en el papel deshabitado, que es el morir.
Dejarían en él los ecos asordados, empañados,
de lo que tuvo vida.
Alguien advertiría la humedad de las lágrimas,
lloraría por seres que jamás conoció,
que acaso no es posible que existieran
aunque estuvieron vivos
en el recuerdo o en la imaginación.
Lloraríamos todos por los desconocidos,
los -para mí -difuminados
en la magia del tiempo.
Contra las estructuras
de metal y de vidrio nocturno
rebotan las palabras aún sin forma,
consagradas en el torbellino helado,
y no me hacen llorar.
Yo ya no sé llorar. ¡Y mira que he llorado!
II
Yo ya no lloro,
excepto por aquello que algún día
me hizo llorar:
los aviones que proclamaban
que todo había terminado;
la estación amarilla diluida en la noche
en la que coincidían, tan sólo unos instantes,
el tren que partía hacia el norte
y el que partía hacia el oeste
y jamás volverían a encontrarse;
y la voz de Juan Rulfo: «diles que no me maten»;
y la malagueña canaria;
y la niña mendiga de Lisboa
que me pidió un «besiño».
Yo ya no lloro.
Ni siquiera cuando recuerdo
lo que aún me queda por llorar.
De "Cuaderno de Nueva York" 1998
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http://javierdiazgil.blogspot.com/2007/03/jos-hierro-la-poesa-misma.html
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